Jerrie Cobb fue la primera de las Mercury 13. Desde niña tenía la vista puesta en el cielo. A los 12 voló por primera vez con su padre y a los 17 ya tenía la licencia para hacerlo sola. Instructora de vuelo a los 21, el ser mujer le hacía casi imposible encontrar trabajo en el aire… a no ser que fuera como azafata. Jerrie Cobb tenía claro que ella quería el asiento de piloto. No se rindió hasta conseguir un trabajo en el aire: transportar aviones militares por todo el mundo. Pilotar cazas y bombarderos era un trabajo muy peligroso que no muchos aceptaban. En su primer viaje fue detenida en Ecuador bajo sospecha de ser espía y acabó varios días en la cárcel. Sería solo la primera aventura de muchas, en las que durmió en medio de cualquier parte o acabó su viaje a bordo de un barco bananero tras un aterrizaje de emergencia. A Jerrie no le importaba: lo importante era que podía volar.
Pronto soñaría con volar aún mucho más alto. En 1959 conoció a Randy Lovelace, el investigador responsable de las pruebas médicas de selección de la NASA. Lovelace tenía curiosidad por saber cómo de bien lo harían las mujeres en estas pruebas y Jerrie le pareció la candidata perfecta. Con 28 años acababa de ser nombrada mejor piloto en Estados Unidos, tenía tres récords mundiales y participaba en eventos de aviación en todo el mundo.
En los comienzos de la carrera espacial aún no se sabía muy bien a qué se iban a exponer los astronautas, así que probaban todo lo que se les ocurría. Entre las 87 pruebas había descargas eléctricas para probar reflejos, hielo en los tímpanos para inducir vértigo, enemas y endoscopias (tragar un tubo de casi un metro para ver el funcionamiento gástrico), beber agua radiactiva… Eso es lo que le esperaba a Jerrie Cobb al llegar al mismo pueblecito de Nuevo México en el que solo unos meses antes habían puesto a prueba a los primeros astronautas.
Además de las pruebas físicas, había una evaluación psicológica, donde Jerrie Cobb se enfrentó incluso a pruebas más duras que los astronautas. Entre ellas, diez horas de aislamiento sensorial (los astronautas estuvieron solo cuatro). La tercera fase fue en una base militar en Pensacola, donde se estudió su resistencia a la altitud y las g’s (el efecto de la aceleración que experimentamos en pequeña escala en las montañas rusas). No solo superó estas pruebas: superó al 98% de todos los candidatos a astronauta.
Randy Lovelace sabía ahora que, como mínimo, las mujeres resistían las pruebas tan bien como los hombres. El interés no era meramente científico. Las mujeres eran más pequeñas, ligeras y consumían menos oxígeno, lo que se traducía en la posibilidad de naves más pequeñas y que necesitarían menos combustible. Lovelace decidió reclutar a más mujeres para poder hacer más pruebas. El “programa Lovelace” había comenzado.
Para financiar el programa contó con el apoyo de una buena amiga, Jacqueline Chrochan, la piloto que había tomado el relevo a Amelia Earhart. Fue la primera mujer en romper la barrera del sonido y batir varios récords de aviación. Ahora, con 53 años, era demasiado mayor para plantearse ser astronauta, pero no quería dejar de involucrarse en lo que pensaba sería el futuro de la aviación.
Jerrie Cobb fue la encargada de seleccionar a las mujeres participantes entre las mejores pilotos de la época. El listado era secreto y ni siquiera las seleccionadas sabían quiénes eran las otras. Entre todas las seleccionadas, fueron 12 finalmente las que pasaron las pruebas: las gemelas Jan y Marion Dietrich, Irene Leverton, Myrtle «K» Cagle, Janey Hart, Gene Nora Stumbough, Jerri Sloan, Rhea Hurrle, Sarah Gorelick, Bernice «B» Trimble Steadman, Jean Hixson y Wally Funk. Junto a Jerrie se convertirían en las primeras trece mujeres en superar exactamente las mismas pruebas médicas que los primeros siete astronautas estadounidenses. Aunque no las pasaron exactamente igual… como destacó el médico ayudante: “las mujeres se quejaban mucho menos que los hombres”.
Muchas de las Mercury 13 habían dejado sus trabajos y se habían enfrentado a sus maridos y jefes para poder ir hasta Pensacola para la tercera fase de las pruebas. Pocos días antes de su viaje recibían un escueto telegrama: el programa se cancela y tienen que devolver el adelanto para el viaje. Ni siquiera se les explica el motivo: los militares se han negado a dejar que las mujeres usen las instalaciones necesarias para hacer las pruebas. La NASA no quería saber nada del asunto. Lovelace, que trabajaba para la agencia espacial, no quiso comprometer su posición.
Jerrie Cobb no está dispuesta a rendirse. Ella y su amiga Janey Hart, otra de las Mercury 13, comenzaron una campaña en Washington. Se entrevistaron con el vicepresidente, escribieron a Kennedy y consiguieron una vista pública. En ella, los astronautas y héroes nacionales John Glenn y Scott Carpenter testifican en contra de tener a mujeres como astronautas. Incluso la patrocinadora del programa, Jacqueline Chrochan, testificó en contra. Afirmó que las mujeres siempre tenían que ir en segundo lugar y ahora hay que centrarse a derrotar a los soviéticos en la carrera espacial. La batalla política estaba perdida.
Jerrie y Janey deciden seguir con un campaña en la prensa. Jerrie, vence su extrema timidez para enfrentarse al sexismo de las preguntas de los periodistas: “¿Por qué no pensaba en casarse en lugar de ser astronauta?, ¿Por qué quería competir con los hombres?, ¿Cómo una chica tan guapa como ella era piloto?”. Cuando en 1963 Valentina Tereshkova se convierte en la primera mujer en el espacio, la revista Life saca del anonimato a las Mercury 13: ¿Por qué ha sido una soviética y no una una estadounidense la primera en el espacio? Las trece pilotos volvieron a soñar y la NASA nombra a Jerrie como consultora. No sirve de nada. En palabras de Cobb, se convierte en la consultora menos consultada de la historia. La NASA no está dispuesta a admitir a mujeres ni minorías en su programa.
Jerrie Cobb no pudo ser astronauta, pero nunca dejó de volar. Dedicó el resto de su vida a misiones humanitarias llevando víveres con su avión por en el Amazonas. Ha recibido el reconocimiento de los gobiernos de distintos países y hasta fue nominada a un nobel de la paz. Aún así, nunca olvidó su sueño y en 1998 pensó que podía tener otra oportunidad. La NASA enviaba al espacio a John Glenn, con 77 años, para estudiar los efectos del espacio en personas mayores. Compañeras de Jerrie organizaron una campaña para pedir que también se enviara a Jerrie. La NASA tenía la oportunidad de compensar por la tremenda injusticia realizada con las Mercury 13. No la aprovechó.
La más pequeña de las Mercury 13, Wally Funk, no renunció nunca a su sueño. Wally consiguió por su cuenta hacer las distintas pruebas de la tercera fase. No paró de sacarse títulos y permisos de aviación. Incluso viajó hasta Star City, en Rusia, para entrenar como astronauta y conocer a Valentina Tereshkova. Presentó su candidatura a la NASA cuatro veces, pero siempre fue rechazada. Ahora, con 79 años, sigue decidida a conseguir salir al espacio. En 2012 reservó un billete con la compañía privada Virgin Galactic, al módico precio de 200.000 dólares. Ha habido varios retrasos en el lanzamiento y Wally sigue volando mientras espera el lanzamiento del vuelo que le permitirá por fin cumplir su sueño.
El resto de las Mercury 13 reorientaron sus vidas de distintas formas: pilotos comerciales, profesoras de aviación… Poco a poco, su increíble historia fue quedando en el olvido. Sin embargo, más de treinta años después, recibieron una invitación muy especial. Alguien en la NASA se acordaba de ellas. Eileen Collins, la primera astronauta piloto estadounidense, quería que estuvieran en su lanzamiento: por primera vez un transbordador espacial iba a ser pilotado por una mujer. En 1995, las Mercury 13 que aún vivían, fueron a Cabo Cañaveral a ver este momento histórico. Collins las saludó y les dedicó un aplauso. Probablemente nadie más allí las reconoció, pero seguramente no les importó: por fin iba al espacio una de las suyas.
Artículo escrito originalmente para Conec. ¡Pronto lo actualizaré!
Sara Gil Casanova
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